LA INDOLENCIA DEL BURÓCRATA

por Robert Marcial González. 15 de agosto de 2024.

El extraordinario jurista británico William Blackstone (1723–1780), de manera célebre, sentenció hace unos 250 años que “más vale diez culpables libres que un inocente preso”. De esa forma, sentó las bases para la consagración normativa posterior de una serie de garantías que en la actualidad constituyen pilares de la Democracia Constitucional: la presunción del estado de inocencia, el derecho a la defensa en juicio, el derecho a ser juzgado por tribunales imparciales e independientes, el derecho a ser oído, el derecho a controlar y producir pruebas, el derecho a revisar las decisiones del poder público que afectan libertades, el derecho a que no se violen nuestra intimidad, nuestra privacidad, nuestro domicilio, nuestra correspondencia, nuestra propiedad, nuestro derecho a protestar, a organizarnos, a trabajar en la actividad lícita de nuestra preferencia, nuestro derecho a elegir y ser elegidos, a controlar a quienes ejercen el poder en todas sus formas, nuestro derecho a exigir rendición de cuentas y transparencia y, fundamentalmente, el derecho que tenemos todos los ciudadanos a que se nos restituya la libertad cuando la misma ha sido afectada de manera arbitraria.

En ese contexto, la Democracia, entendida como sistema de convivencia entre iguales, obliga a que la ciudadanía recuerde todo el tiempo que las garantías previstas en la Constitución sirven de blindaje, de coraza protectora y, en última instancia, de herramienta para mantener a raya a quienes ejercen el poder público en todas sus formas así como para, si no evitar, al menos reducir el riesgo de que el ciudadano sufra actos de abuso de parte de cualquier autoridad.

Por tanto, conviene que tengamos presente que las garantías están previstas en beneficio del ciudadano y, por ende, como consecuencia natural de ello, se ejercen contra o frente al poder público. Esas garantías son directamente funcionales a los valores que cimientan a la Democracia Constitucional, entre los cuales, la libertad en todas sus formas, la igualdad ante la ley, la solidaridad y la dignidad ocupan un sitial de relevancia. Por ende, siempre que se afecte arbitraria o irregularmente la libertad de un ciudadano, sin que importe el ropaje formal que revista el acto jurídico o político dictado por la autoridad y sin límite de tiempo, se puede / se debe pelear para que el sistema, a través de la máxima instancia jurisdiccional, ponga las cosas en su lugar reparando el entuerto que afectó negativa y espuriamente la vida y la libertad de un ciudadano inocente.

Los valores que edifican a la Democracia Constitucional se defienden, básicamente, a través de dos vías de control que la ciudadanía puede activar en cada situación concreta. Por un lado, los controles internos y por otro, los controles externos.

Entre los primeros, se cuentan los mecanismos institucionalizados en la Constitución o en la ley como las audiencias públicas, la rendición de cuentas, las interpelaciones, etc. Ya a nivel de control ciudadano hacia los actos del poder judicial, se encuentran los recursos como la apelación, la casación, la inconstitucionalidad, etc.

Entre los segundos, se cuentan los mecanismos no institucionalizados pero consustanciales a la Democracia como la opinión pública, los medios de comunicación, las protestas o manifestaciones ciudadanas, la labor de los gremios o de las universidades, etc. Se trata, básicamente, de ejercitar la solidaridad o la fraternidad postuladas por los revolucionarios franceses en 1789 pero ya no solo para enfrentar al poder sino, fundamentalmente, para evitar que la arbitrariedad sufrida en el presente por una persona, nos afecte en el futuro al resto de los ciudadanos. Como se ve, el ejercicio activo y militante de ese valor fundante de la Democracia Constitucional como lo es la solidaridad, se despliega, casi paradojalmente, también en beneficio propio y no solo en favor de quien hoy lo necesita.

Si bien nada impide que ambas vías de control ciudadano se activen en simultáneo, lo que ocurre habitualmente es que los controles externos cobran vida cuando, por las falencias propias atribuibles a la fragilidad institucional y a la baja calidad de la política o de la justicia, quienes ejercen el poder público incurren en excesos, abusos o arbitrariedades que afectan gravemente derechos fundamentales, libertades ciudadanas o garantías constitucionales.

Tal es el caso, precisamente, de lo ocurrido con el Profesor Luis Alberto Riart, sobre cuya penosa y grave situación considero importante y necesario llamar la atención de la ciudadanía y, por qué no, de las autoridades.

Para quienes no lo conozcan, sepan que el Profesor Luis Alberto Riart ha sido siempre un ciudadano ejemplar, un servidor público comprometido, docente de alma y luchador incansable por el mejoramiento de la institucionalidad democrática desde uno de los ámbitos más sensibles como el educativo. Dedicó su vida a la formación intelectual y espiritual de muchas generaciones de jóvenes a quienes supo orientar inculcando valores democráticos que son también los valores cristianos que dotan de identidad al Humanismo y que permiten que los ciudadanos desarrollemos pensamiento crítico y espíritu solidario.

De manera coherente y comprometida, el Profesor Luis Alberto Riart le destinó siempre la mayor parte de su tiempo a servir a la comunidad desde la educación. Siempre que fue convocado para aportar su experiencia en beneficio de la sociedad, lo hizo desinteresadamente sacrificando proyectos personales e incluso, resignando beneficios económicos convencido de que la educación es el camino más sólido para mejorar la calidad de vida de la gente y de que es, igualmente, el medio idóneo para ensanchar el campo de oportunidades que ayuda a los jóvenes a que concreten sus sueños activando así el círculo virtuoso que se genera cuando quienes accedieron al privilegio de la educación le retornan a la sociedad lo que recibieron de ella.

Hoy, el Profesor Luis Alberto Riart, por razones (o mejor dicho sin razones) enteramente imputables a la fragilidad institucional y a la arbitrariedad de las personas que decidieron en el kafkiano proceso penal al que fue sometido de manera vil, se encuentra injustamente privado de su libertad y por ello, quienes valoramos las garantías conquistadas por la humanidad para enfrentar los excesos que se cometen desde el poder público, estamos compelidos a elevar nuestra voz de protesta para que el sistema judicial repare el gravísimo error cometido y que derivó en la pérdida de la libertad de un ciudadano inocente.

La indolencia de la burocracia y particularmente de los burócratas, no extraña ni asombra a estas alturas. Con las honrosas excepciones que sin duda existen, en términos generales nuestras libertades están en manos de funcionarios serviles al poder que medran para conservar sus carguitos sin enterarse siquiera el daño que generan todos los días por su falta de compromiso, de coraje cívico y de integridad. Basta mirar los indicadores que miden la credibilidad del sistema de justicia del Paraguay o los indicadores de corrupción dentro del Poder Judicial para advertir que sobre nuestras cabezas pende amenazante una espada de Damocles que en cualquier momento puede caer sobre cualquier ciudadano inocente como ocurre hoy con el Profesor Luis Alberto Riart.

Ahora bien, lo que sí extraña y asombra es que la ciudadanía crítica, los ciudadanos que sí valoran las garantías propias de la Democracia Constitucional, se muestren apáticos y desinteresados hacia los casos concretos que evidencian que nuestra libertad se encuentra permanentemente amenazada. Hoy, ahora, en este preciso instante un ciudadano de bien, un ciudadano honesto, un ciudadano inocente está privado de su libertad por capricho, arbitrariedad y prepotencia del sistema de justicia. El Profesor Luis Alberto Riart está pagando con su libertad la voracidad de un sistema penal que juzga con ligereza a los ciudadanos comunes mientras se muestra complaciente con los poderosos que hacen mérito para ser condenados pero que tienen garantizada la impunidad.

El Profesor Luis Alberto Riart es un ciudadano inocente arbitrariamente privado de su libertad. Y no lo dice quien escribe estas líneas. No. Irónicamente, lo dicen las propias sentencias con las que se intentó burda y torpemente justificar la condena impuesta a un ciudadano de bien. En cruel ironía, casi a modo de broma macabra, los propios jueces que tomaron la arbitraria decisión de condenar al Profesor Luis Alberto Riart expusieron en sus respectivos votos que, pese a que no existían indicadores que demuestren la comisión de hechos punibles, correspondía la pena privativa de libertad por el cargo de Ministro de Educación que desempeñaba el condenado.

Lo dicho por el Poder Judicial en el caso del Profesor Luis Alberto Riart para justificar su arbitraria determinación, es el equivalente a que un juez penal condene a una persona por el homicidio de otra que no solo está viva sino que ni siquiera fue atacada por el condenado. ¡Sencillamente demencial! ¡Kafkiano! Estamos ante un absurdo total. Un completo contrasentido que no hace sino evidenciar la ligereza y el desprecio del sistema de justicia hacia los altos valores que cimientan la Democracia Constitucional donde la libertad, es, sin duda alguna, el pilar fundamental que justifica la vida misma.

Un ciudadano inocente está arbitrariamente privado de su libertad y esa situación debería motorizar a la ciudadanía a que ejercite los controles externos al poder para, cuanto menos, tentar que la Corte Suprema de Justicia repare el gravísimo error cometido permitiendo que el Profesor Luis Alberto Riart recupere su libertad cuanto antes. Se trata de un imperativo ético para los ciudadanos de bien. En situaciones como esta es donde se mide el nivel de compromiso y de coherencia que tenemos con nosotros mismos, con el futuro de nuestros hijos y nietos, con la sociedad y con los valores de la Democracia Constitucional.

Si bien no existe un manual de instrucciones que indique cómo podemos hacer nuestra la causa de ese ciudadano inocente que hoy está privado de su libertad, podemos sí, explorar el camino de la indignación colectiva en todas sus vertientes. Las muestras de solidaridad que podamos amplificar mientras se articulan los mecanismos institucionales previstos por el sistema para que triunfen las garantías por sobre las arbitrariedades del mismo sistema, serán de gran ayuda y le harán saber y sentir al Profesor Riart que no está ni estará solo en su lucha.

El genial Woody Allen dijo alguna vez que “me interesa el futuro porque es el lugar en el que voy a pasar el resto de mi vida”. Resistir codo a codo para lograr que un ciudadano inocente recupere su libertad no solo constituye un acto de heroísmo cívico en tiempos de regresión autoritaria sino que además, representa el camino para que, a través del ejemplo, le digamos a nuestros hijos y a nuestros jóvenes que nos importa su futuro y por ello, seguiremos luchando por todos los medios a nuestro alcance para legarles un país mejor del que recibimos cuando llegamos a él.

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